Irureta concibe su plano (no pocas veces) como un muro pictográfico o como una posible sucesión de escrituras incisas en un barro intemporal. Construye el plano con improntas cromáticas muy puras; y a la vez, dentro de ritmos lineales que -en las grillas que pueden fragmentarlos y a la vez contenerlos – se recomponen en un todo cuasi barroco.
Las Pinturas Andinas que exhibe en salas del Museo Enrique Larreta tornan a ratificar su madurez. Son obras de una rigurosa composición, en las que a veces el ortogonalismo juega sus leyes de linealidad. Otras, alimentadas de sensuales ondulaciones de los campos, tornan a revalidar ese espíritu tan propio que le anima de reinterpretar el credo de anónimas tejedoras andinas.
Tramas y texturas hábilmente ensambladas, dan a sus pinturas ese sentido casi ritual de lo háptico. La pintura tocable con los ojos. Por sobre ello y respetando siempre una intención revitalizadora de las culturas del continente, Irureta escribe signos que son casi para desentrañar bajo las coordenadas del enigma, aún dentro de su plasticismo.
Muestra muy bien seleccionada la del Museo Larreta, ubica una vez más a Hugo Irureta en una soledad que lo distingue y califica noblemente, dentro de la pintura argentina.