Una entrevista televisada por iniciativa de la Ministra de Cultura del Gobierno de Santa Fe, Dra. Chiqui González, me dio ocasión de explicar a un grupo de estudiantes la vida, la trayectoria de quien muchos pensamos es el más importante pintor argentino del siglo pasado. Antonio Berni, dedicado a experimentar continuamente en torno a un realismo crítico por él inventado, auténticamente popular, capaz de lograr la exhibición de lenguajes en conflicto que en una misma obra se exaltan. El artista estuvo siempre más allá y más acá de las vanguardias, lo suyo estuvo tantas veces centrado en la introducción de elementos disímiles concordantes en un todo inventivo. Dijo Pablo Suárez en una oportunidad, semejante a un puchero donde la cocinera avezada sabe todo lo que puede meter. En este aspecto la cocina de Berni demostró no tener parangón posible.
Con espectacular audacia el operar inventivo supo inyectar gestos diferentes, vibrantes, en acople insólito. En tal sentido el desenfado fue incomparable. Hizo época. Fue lo heterogéneo en acción, para demostrar al mundo que reunir diversidades es una lección y un ejemplo, pero también un buen proyecto no menos estético que ético y político.
En el Borges, un intento de rápida demostración ante jóvenes curiosos y bastante asombrados me llevó a pararme frente a una figura femenina del ’54, de rostro casi clásico, bello, terso, portadora de un haz de leños agrestes en desorden, sostenidos por manos igualmente, insólitamente leñosas. Rostros y manos de diferencia abismal que sólo la acción estética podría armonizar. El milagro del arte, reunir lo diferente. Algo más que manipulación y estrategias, solo posibles por una imaginación fascinante creadora de visibilidades. Lo atestiguan obras del ’32, Pájaro azul y La muerte asecha en cada esquina, rememorando los inicios del surrealismo y de la pintura metafísica -orientaciones nunca abandonadas a través de permanentes sugerencias hasta el final- en pinturas dadas a conocer en el país luego del retorno de Berni en los años ’30, tras haber asimilado, en París, el electrizante aporte de las vanguardias internacionales.
A continuación resultaron oportunas algunas breves referencias a etapas de excepción. Por regla discursiva son imprescindibles tanto las continuidades como las asociaciones. Así los logros monumentales de los ’30, Desocupados, Manifestación (en el Malba), Chacareros (en el Sívori), un operar multiforme de acentuado despliegue barroco, poco puntualizado en el ámbito de las artes visuales, con una trasgresión clave: de la estructura al exceso. Así los proseguimientos de los ’40, en los ’50 los traslados santiagueños, la gran apertura del interior del país, hasta la conocidísima década de los ’60. Allí el gran destape generacional, en contemporaneidad con las líneas de Berni que se apropiaban y deglutían lo suyo y lo ajeno articulando el todo en lo propio de su organización plástica absolutamente personal. Y anticipatoria. No conviene dejar de recordar que en el ’48, el gran cuadro Masacre es un adelanto genial de la orientación informalista que explota una década más tarde en la plástica porteña.
Entre las obras que renovaron, en esta exposición del centro porteño capitaneado por Roger Haloua, están El carnaval de Juanito y varios trabajos que no nos hacen olvidar los grabados, los monstruos y las sucesivas renovaciones de un arte que evolucionó cambiando siempre, sin por ello dejar de adherir con fidelidad última y única al necesitado, el indefenso, el obrero explotado, el peón.
Seleccionamos, del conjunto de quince obras maestras por el momento ausentes, de las que hay que impedir el olvido cómodo, ahora solo tres: Promesa de castidad, ’76, una Ramona deslumbrante (muy próxima a Chelsea Hotel, ’77) en la que la jocosa ironía no es ajena a un permanente tono afectivo que matiza, sin excepción, este operar. Otra pintura de los ’70, Aeropuerto, a su vez le permite al artista contrastar presencias cotidianas, cansadas, somnolientas, grises en sentido doble, con el superagresivo recorte de la pareja marketinera y relampagueante, plena de irrealidad mentirosa.
Finalmente Cristo en el garage, del ’81, desheredado, con pincelada rápida, movida, de tonos bajos, paralelo al Cristo en el departamento, del ´80, en antípodas estilísticas con refinamiento formal igualmente trágico, ambos con ventanas abiertas -al pasado y a lo surreal de la vida y del destino. Escenario religioso, aquí y ahora, a través de un Cristo obrero (¿fue otra cosa el Cristo histórico?).
En fin, la charla terminó apreciando las pinturas y pensando siempre, más que en toda otra cosa, en el «sentir» del arte, su legitimación concluyente.