“¿Adónde se fue todo lo que dejé ir”, escribió Román dentro un baúl vacío en Paris. “Me duele no saber quién soy porque se supone que soy lo único que tengo y eso significa que no tengo nada”, se lee desde el interior de una cajonera. “Siento que estoy espiando mi vida a través de una puerta mal cerrada”, reza una puerta, o el dibujo de una puerta, sobre una pared. Un guiño al espectador y a sí mismo: la puerta es un dibujo, la puerta no existe, la puerta no puede estar mal cerrada si es imposible abrirla.

Román de Castro es un artista radicado en México. Multifacético, realiza instalaciones, pinturas, arte objeto e intervenciones. Dentro de la lateralidad y amplitud de sus propuestas hay una constante, una columna vertebral que las hermana y las vuelve hijas de una misma sensibilidad: la palabra. Las letras presentes en estas obras se cargan de significaciones amplias, pero muy poco difusas: el mensaje es claro, directo, arrollador. La simpleza y la literalidad del lenguaje permiten que el espectador conecte con conceptos o ideas que esconden y desnudan otros más grandes, en un loop infinito.
Gran parte de esta operación se revela en el propio producto artístico, en el momento en el que Román decide escribir sobre objetos y no sobre hojas en blanco.
“Si yo escribiera lo que escribo en hojas de papel no le prestarías tanta atención, lo darías por hecho. Pero cuando pongo esas palabras en cosas que no deberían tener nada escrito, hay una especie de disrupción en el cerebro. El hilo conductor de todo mi trabajo siempre son las letras, no importa la disciplina.»
Román de Castro
Se autodefine como una persona muy literal y muy llena de preguntas. Esa curiosidad y la forma que tiene de responder sus dudas a través de piezas artísticas provoca que éstas sean sumamente movilizantes. Como si hubiera una conexión directa entre la mente del artista y la del espectador, ambos logran comunicarse a través de las palabras contenidas en las obras.


Sin embargo, afirma negar que su trabajo sea poesía. “Habiendo estudiado arte, siento que la poesía puede llegar a ser un poco clasista intelectualmente. Está hecha para que unos pocos la entiendan. A mi nunca me gustó pintar esa línea, de que es para unos pocos. Conlleva muchas reglas, y eso se me hizo aburrido e innecesario. Por eso, usualmente, cuando alguien me pregunta si lo que hago es poesía, digo que no”.
Sin caer en definiciones absolutas e innecesarias (porque estoy en contra de encasillar absolutamente todo lo que vemos en categorías preestablecidas hace cientos de años), sí creo que las obras de De Castro forman parte una tradición creciente en América Latina de despegarse de los cánones preestablecidos y crear cosas nuevas. La vida social y cultural avanza muchísimo más rápido que el lenguaje, y quizás por eso hoy nos faltan palabras para definir (y, de nuevo, encasillar) a quienes realizan algo que se corre del dogmatismo del consumo anterior preestablecido, pero que no deja de ser sumamente movilizante. Si las etiquetas se revelan innecesarias, en el fondo la operación no resultaría tan compleja: al no encasillar, tampoco limitamos. Dejamos a la poesía en su panteón de producto intelectual perfecto y nos alejamos de ella, o tomamos su nomenclatura, le robamos la identidad, y nos aprovechamos de su nombre para crear propuestas nuevas.


En relación a sus procesos artísticos, afirma recurrir a una técnica muy utilizada por cualquier persona creativa, independientemente de su profesión: llevar consigo un cuaderno siempre, y documentar todas las ideas que se le ocurren: “A todos lados cargo una libreta, en la que voy escribiendo o dibujando. Luego viene un proceso de ‘aterrizaje de ideas’: llego al estudio, agarro mi libreta y decido cuales me gustan y que voy a hacer con ellas. Si las voy a pintar, o si las voy a poner sobre un objeto”.
Si consideramos al cerebro humano como una especie de maquinaria perfecta para tener ideas, ésta se revela igualmente ineficiente para guardarlas. Curiosamente, aunque visto desde un ángulo completamente diferente, esta contraposición entre memoria y olvido fue el hilo conductor de “En memoria de lo que se nos olvidó”, la última exposición de Román de Castro en la galería Anomalía, en Ciudad de México. Se trata de una casa, una gran instalación, llena de objetos intervenidos, pinturas y fotografías. “Conseguimos los muebles en una semana. Yo puse en mis redes que los necesitaba, y la gente me ayudó bastante. A los dos días tenía que estar rechazándolos porque ya no cabían. Cuando empezamos el montaje faltaba una semana para el oppening, y fue una locura. Fue una semana de no dormir, de estar metidos en la galería todos los días: recibiendo muebles, interviniéndolos, cambiándolos de lugar. El proceso curatorial estuvo a cargo de César Escudero, uno de los fundadores de Anomalía, que también es artista”.

La exposición incluye numerosas piezas. Asimismo, el hecho de que estén ubicadas en una casa las carga de otro tipo de significaciones. Algunos lo sentirán como un lugar seguro, acogedor. Un espacio en el que está permitido mostrarse vulnerable, ser uno mismo. Mientras que otros, me atrevo a decir que la mayoría, percibirán exactamente lo contrario.


El significado de la obra también se revela variable: aunque el autor tenga una explicación específica para tal o cual pieza, es inevitable que el público llegue a sus propias conclusiones. Y, en ese intercambio, ambos pueden enriquecerse. En este punto, Román comparte que hizo muchas visitas guiadas, pero que se corrió del lugar de intentar “explicar” lo que había hecho para, por el contrario, compartir su experiencia y responder preguntas. “Creo que la vida son perspectivas, todo en este mundo es interseccional”, afirma. “Tu vas a entender lo que vas a entender debido a muchísimos aspectos de tu vida, porque somos personas distintas. En esta expo les hice una pequeña introducción de quién soy yo, de por qué hice una casa. Pero después esperaba que me preguntaran. Esa dinámica me gustó, porque es mucho más natural. Es tener una plática, no estar explicándole a alguien que simplemente me está escuchando”.

Como puntos de un hilo que puede estirarse, retorcerse y hasta romperse, la distancia que existe entre un hecho, su recuerdo y su inevitable olvido, se revelan variables. Una situación, un sentimiento, una mirada, un perfume, pueden permanecer con nosotros durante años sin una aparente razón. Simplemente están ahí, ocupando espacio, haciéndonos un poco más felices o un poco más tristes. Si el tiempo todo lo cura, el aparente remedio parecería ser el olvido. “Recordar siempre ha tenido una connotación positiva, y olvidar una negativa. Pero creo que no necesariamente es así. Siento que el olvido también es bastante reconfortante. Estoy agradecido con poder olvidar, porque hay cosas que es mejor dejar ir. Justamente, “en memoria de” o “en memoria a” es una expresión con mucho cariño: yo le agarré cariño a lo que olvidé, lo quiero mucho. Pero ya no está, y eso está bien”.
Román concluye la entrevista afirmando que olvidar es hacerte espacio para guardar cosas buenas. Cómo anotar en un cuaderno las ideas y dejar espacio para que lleguen más; como dejar registro de emociones y frases en muebles u objetos y volver a ellas; como rendir honor a todo lo que en algún momento nos atravesó, porque nos hizo ser quien somos, pero sin tenerlo presente todo el tiempo porque no es necesario, y porque duele.
La memoria, el olvido, el paso del tiempo y la nostalgia son algunas de las temáticas retomadas en las obras de Román de Castro. Las redes sociales permiten que accedemos al trabajo de personas que, de cualquier otra manera, nos sería imposible conocer. Más de siete mil kilómetros separan a la galería Anomalía, y a todo el trabajo físico de este artista, de Buenos Aires. Sin embargo, esto no supone ningún impedimento para que podamos conocer su obra, su mensaje, y conmovernos con todo lo que tiene para compartir.