Una excepcional exposición en Barcelona, que reúne las obras de dos artistas imprescindibles del arte del siglo xx que mantuvieron una larga y fructífera amistad, y que eligieron Barcelona para dejar una parte importante de su legado en forma de sendos museos monográficos: La Fundació Joan Miro y el Museu Picasso de Barcelona.
La exposición recorre distintas etapas en la producción de la obra de Joan Miró (1893-1983) y Pablo Picasso (1881-1973) recorriendo los principales momentos en que las vidas de estos dos artistas se cruzaron y manifestaron, cada uno a su manera, un mismo espíritu de libertad y transgresión que los llevó a explorar los límites de la pintura.
La proximidad con los círculos surrealistas, el compromiso político durante la Guerra Civil española o los años oscuros de la Segunda Guerra Mundial son tres de esos momentos destacados, mientras que el interés compartido por la poesía y la escritura, el descubrimiento de la cerámica como nueva forma de expresión o la intervención en el espacio arquitectónico y público son tres de los caminos que ambos transitaron.
El estreno del ballet Parade de los Ballets Rusos de Diáguilev en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, el 10 de noviembre de 1917, con vestuario, telón y escenografía de Picasso, fija el punto de partida de la relación entre los dos artistas y también el de esta exposición.
El trabajo escenográfico de Picasso, que combina el cubismo sintético con una figuración clasicizante, en sintonía con el retour à l’ordre, se convirtió en un momento trascendental para el joven Miró. Dos años más tarde, la visita que hace al piso de la madre de Picasso, donde puede ver las obras que este había realizado durante su estancia en Barcelona en 1917, le sirve para reafirmarse en la idea de que hay que ir hacia un clasicismo moderno al que solo se puede llegar a través del cubismo.
Teniendo como referente a Picasso, pero también al arte oriental y la pintura gótica, Miró abandona su estilo ecléctico y, en 1918, se refugia en Mont-roig, donde empieza a trabajar en un nuevo lenguaje caracterizado por su detallismo, que se materializará en una serie de retratos, paisajes y bodegones, como El caballo, la pipa y la flor roja (1920) o Retrato de una bailarina española (1921).
En el verano de 1920, de nuevo en Mont-roig tras su primera estancia en París, Miró pinta cuatro bodegones en los que hace patente la asimilación de la lección del cubismo de posguerra más clasicista, con una exaltación fauvista del color.
Encima de la consola, el libro de Jean Cocteau Le Coq et l’arlequin se muestra abierto por la página que reproduce un dibujo de Picasso. La inclusión de este dibujo dentro de la pintura es una dedicatoria explícita a Picasso, a quien empezó a frecuentar aquel mismo año. La obra introduce el paisaje exterior por medio del reflejo del espejo. En 1921, esta tela formó parte de su primera exposición individual en la galería La Licorne de París, donde la crítica celebró al joven Miró como heredero de Cézanne y Picasso.
Miró entra en contacto con el movimiento surrealista a través de Andre Masson y sus amigos poetas, con los que aprende a deshacerse de las convenciones pictóricas que durante siglos habían regido la pintura occidental. Sin embargo, Picasso, con su inmensa capacidad de reinventarse, siempre fue un referente para Miró y los surrealistas. Un ejemplo paradigmático de ello es la pintura Las tres bailarinas (1925), con la que el artista malagueño anuncia el final de su clasicismo y el inicio de un nuevo estilo.
La violencia que desprende esta obra a través de la distorsión de las formas y del cromatismo contrasta con la producción de Miró de aquellos mismos años, caracterizada por una síntesis extrema en que la figuración queda prácticamente reducida a unas simples líneas y manchas de color, pero no por ello está exenta de un erotismo que Miró reconoce en la obra de Picasso.
La figura femenina se convertirá en el banco de pruebas de ambos artistas, sobre todo a través del tema de las bailarinas y las bañistas. En el caso de Miró, se servirá de las bailarinas para atacar de forma contundente las estructuras pictóricas tradicionales.
AÑOS DE GUERRA
Desde el estallido del conflicto, Picasso y Miró se posicionaron junto al Gobierno legítimo de la República, que, aprovechando su prestigio internacional, los invitó a participar en el pabellón de la Exposición Internacional de Paris de 1937. Picasso pintó el Guernica sobre una tela de más de 7 metros de largo, y Miró, El segador, sobre un muro de Celotex de casi 6 metros de alto. La decisión de Miró de pintar directamente sobre este conglomerado de madera con el que se habian revestido las paredes del pabellón evidencia un interés por explorar la materia y también por la pintura mural. La obra de Miró desapareció cuando se desmanteló el pabellón, y el Guernica seria la única obra que viajaría por Europa y América para recoger fondos en favor de la causa republicana.
Durante los años de la Guerra Civil, la fotógrafa Dora Maar se convierte en una de las principales modelos de Picasso, con cuyos retratos canaliza la tragedia de aquel momento. La figuración de Miró, inicialmente monstruosa, intenta poco a poco evadirse de la realidad del momento con la creación de un lenguaje de signos propio.
LA POST GUERRA
Tras la Segunda Guerra Mundial, los idearios sobre cómo pensar y construir una ciudad favorecen que la obra de arte forme parte de los espacios públicos.
Hacer que sean más humanos es un deseo compartido por Picasso y Miró, como queda patente en los proyectos emprendidos por ambos en Paris, Chicago y Barcelona.
En el año 1955, la Unesco selecciona a once artistas para decorar su nueva sede de Paris. Miró, en colaboración con Josep Llorens Artigas, realizará los murales cerámicos del sol y de la luna.
Picasso trabajará en La caída de Icaro, una pintura sobre cuarenta tableros de madera. En 1963, tanto Picasso como Miró recibirán el encargo de Chicago de construir dos esculturas para la ciudad.
La de Picasso se inaugura en 1967; Miró presenta en 1981 la versión monumental de su escultura Luna, sol y una estrella, pensada anteriormente para recibir a los visitantes que llegaban a Barcelona por tierra. Además de este, Miró realizo otros dos proyectos como bienvenida a la Ciudad Condal por aire y por mar: el mural cerámico del aeropuerto y el pavimento del Pla de l’Os. Picasso, por su parte, diseñó los frisos del exterior del Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña, unos esgrafiados con arenado a presión ejecutados por Carl Nesjar.
MIRÓ HOMENAJEA A PICASSO
Picasso y Miró mantuvieron una estrecha relación de amistad hasta el final de sus vidas. La admiración mutua que se tenían se hace patente a través de múltiples manifestaciones, entre ellas dedicatorias y homenajes en forma de obras de arte. Para Miró, Picasso, doce años mayor que él, fue siempre un referente; valoraba la plasticidad de su obra y, sobre todo, su fuerza expresiva y su carácter transgresor.
Picasso llevó la pintura al límite, cuestionó la condición del arte como sistema de representación de la realidad, pero sin desprenderse de esa realidad ni de la tradición que lo precedía. La utilización recurrente que hace del retrato o del tema del artista y la modelo es un ejemplo de ello. Miró quiso ir más allá de la pintura, suprimió las fronteras entre las diferentes artes y, con la simplicidad y el lirismo de su gesto, individual y a la vez anónimo, conectó con las manifestaciones primigenias del arte. Picasso se reivindicó siempre como pintor, mientras que Miró lo hizo también como poeta.
Una recorrida de nuestros corresponsales Marcela y Oscar Smoljan para Revista Magenta en colaboración con Turisme de Barcelona www.visitbarcelona.com