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Revista Magenta

JOSE LUIS LANDET

by Marcos Kramer
10/04/2013


A sub umbra
Por Marcos Krämer
El paisaje es la parte de un territorio que puede ser observada desde un determinado lugar. El diccionario lo dice y podemos creerlo. Pero por breve esa definición es ligeramente equivocada porque el paisaje es sólo una muestra burdamente incompleta de la naturaleza.

Un paisaje es un sitio real que se mira (o que se ha mirado) desde lejos. Tanto si es un paisaje que observamos directamente como uno pintado o fotografiado, la cercanía lo anula y lo niega: observarlo con la nariz pegada a ellos los transforma y desgrana. Porque un paisaje es algo que se crea con la mirada, no con el resto del cuerpo: su tacto y sus olores sólo pueden ser imaginados o recordados pero nunca vividos en el presente del paisaje que observamos. También por eso un paisaje no tiene individualidades sino grandes y vagas formas que apenas podemos describir: solamente grupos de árboles, colores aparentemente rotundos, escasos movimientos.
Detenerse en la naturaleza que observamos y preguntarse por sus formas específicas convierte al paisaje en terreno del mismo modo en que lo hace la cotidianeidad: a los paisajes se va una sola vez pero al regresar ya se han convertido en terrenos para nosotros.

Es cierto que las más recientes obras que José Luis Landet expone en Document Art Gallery hechas con pequeños pedazos de antiguos paisajes pintados pueden hacernos volver a preguntar sobre éstas diferencias (más aún si atendemos al título de la exhibición, “Verosímil/Ficcional”).
También es cierto que podríamos pensar a las obras de Landet como una reacción violenta a la tradición, un gesto maquinalmente vanguardista de apropiación y alteración de las tradiciones hegemónicas de la figuración, el paisaje como género pictórico, y muchos otros etcéteras. Pero tanto los materiales de los que se vale como el proceso que los modifica y las obras que ha generado nos permiten pensar aún sobre algo más interesante.
Desde hace algunos años atrás tengo en mi casa seis cuadros al óleo que mi tatarabuelo pintó hace mucho tiempo ya. Aún sin colgar, arrumbados desde que los heredé, los paisajes que aquel hombre ha pintado parecen estar incómodos y enrarecidos allí apoyados en el piso: una cabaña en la entrada de un bosque, un camino que se abre entre dos campos de cultivo, un par de árboles furiosos, un lago frente a una montaña, un río sobre el que cuelga un sauce, dos casas de techo rojo entre el verde de una montaña. Seis horizontes a la altura de mis tobillos. Seis paisajes poco reconocibles de un autor casi enteramente anónimo que apenas sobrevive por los relatos familiares.
En las obras de Landet este tipo de pinturas anónimas y aparentemente intrascendentes son el material mismo de su producción. Landet buscó durante meses cuadros baratos en los mercados de pulgas, paisajes tonalizados por el tiempo y cubiertos de una pátina melancólica. Los ha recortado mediante una grilla milimétricamente marcada y ha logrado obtener cientos de pequeños cuadrados iguales que redistribuye, sólo aparentemente, al azar.
Si pensamos en la porción más manual del proceso que lleva a Landet a recortar y reposicionar los fragmentos sería sencillo, pero falaz, pensar que se comporta casi como un científico o como un académico: clasificando, fragmentando, analizando, volviendo a clasificar, citando y concluyendo (Hace un par de años Landet dijo que su taller era como un laboratorio). Pero querer entender el arte conceptual como una ambigua producción científica es olvidar sus aspectos sentimentales y olvidar las otras aristas que lo componen: aquellas que más se parecen a las de sus ocasionales y simples espectadores.
Conviví con los cuadros de mi tatarabuelo desde mi infancia, cuando estaban colgados sobre las paredes de una lejana casa de la provincia de Córdoba, cuando sus colores no estaban tan apagados y sus figuras aún no se habían craquelado lo suficiente como para denotar el severo paso del tiempo. Hoy podría afirmar que en el transcurso de los años de vida que llevan estos cuadros no fueron vistos por más de cincuenta personas. Sin embargo ninguno de ellos, ni siquiera yo hasta hace algunos años cuando me adueñé de estos cuadros, se detuvo frente a este tipo de paisajes como merecen ser vistos, como lo ha hecho Landet con los cuadros que recorta: con asombro.
Asombrar es causar gran admiración. Asombrar es ver o sentir algo nuevo, es experimentar algo distinto sobre algo que ya conocemos. Porque asombrar es, etimológicamente, sacar algo de las sombras y devolverlo a la luz: A sub umbra. Pero sabemos que regresar algo de las sombras, lleve el tiempo que lleve “aquello” en la oscuridad, es verlo otra vez sólo para hacerle nuevas preguntas y volver a colocarle sombras, dudas, interrogantes. Asombrar es aclarar y oscurecer en el mismo movimiento.

Al mirar las obras de Landet es imposible no querer recomponer los paisajes identificando los fragmentos y buscando a sus compañeros diseminados en la misma obra o en las restantes como en un divertido y a la vez exasperante rompecabezas. Observar estas obras es querer recuperar la imagen que ninguno de nosotros ha visto de esos paisajes, su imagen completa, que sólo Landet ha visto cuando los encontraba entre muebles antiguos, carteles publicitarios de chapa, vajillas, copas y otros objetos de los mercados de pulgas. Pero, ¿dónde está el asombro en las obras de Landet?
El asombro está allí en cada uno de los pequeños cuadrados que la componen, en haber reconocido la gran admiración y las preguntas insistentes que se han hecho estos pintores anónimos sobre el paisaje que observaban. Pero no con una mirada amplia y abarcativa sino una mirada que se detenía en los detalles: los distintos y pequeños colores que tiene un mismo cielo, las ligeras variaciones de las formas de un árbol diminuto, las ligeras curvas que hace un río en uno de sus trechos. Landet, recortando y distribuyendo por tonos, por colores o por tipos de pinceladas, vuelve a detenerse en los detalles en los que se detuvieron estos pintores desconocidos, como en los que se detuvo mi tatarabuelo al pintar estos paisajes que hoy me miran desde abajo. Así las obras de Landet son, también, un pequeño homenaje a los talentos perdidos y sólo reconocidos por las anécdotas familiares.
¿Qué otras personas observan desde los detalles casi olvidándose de las grandes estructuras? Los niños. Para ellos los paisajes directamente no existen, no se detienen en la belleza estetizada de una cascada y su entorno natural ni en el modo en que un atardecer colorea una sierra. Son las piedras pequeñas, las flores o los árboles para colgarse aquellas cosas que les causan admiración. Se asombran con la inmensidad sólo cuando está cerca y pueden compararla con sus propios cuerpos, desde sus propios cuerpos.
El asombro es para Landet algo que el espectador debe encontrar en sus obras pero no por ello recurre a las proyecciones, las luces o las estructuras gigantes y espectaculares o a la propia sensación de inconmensurabilidad de los paisajes románticos. Y quizás por esa razón la infancia es un sustrato común en gran parte de sus obras.
En “Un libro rojo” (2007) construyó una escalera de madera que se inclinaba y terminaba en un pequeño compartimiento de madera que colgaba del techo como un ático. Una vez allí, con la cabeza solamente protegida y las piernas sobre la escalera, aquel cubo de madera exhibía libros clavados y completamente subrayados en un fatídico color negro. La militancia política de sus padres en plena dictadura militar y el descubrimiento, tras las puertas superiores de un armario, de libros que se creían “subversivos” son las principales bases sobre las que se desarrolla aquella obra. En “Volemia” (2012), también una instalación, un rincón de la galería Dotfiftyone Miami, fue protagonista. Allí desde una pequeña caja de madera a la altura del techo goteaban lentamente 6 litros de tinta negra sobre una pila de 5034 hojas. Hay allí, reconocería Landet luego, “algo de las impresiones caseras de panfletos que hacían mis padres y donde me manchaba con tinta las manos”.
Al crear con el asombro Landet regresa quizás involuntariamente sobre aquellas marcadas experiencias de la infancia, las regresa a la luz y utiliza sus obras, entre otras cosas, para llenarlas de nuevas sombras. Pero Landet tiene hoy un hijo de cuatro años y puede observar bien de cerca los asombros que guían el crecimiento. Quizás ya haya comprendido, como escribió Héctor Tizón, que el tiempo no se mide en años sino en asombros.
Los cuadros de mi tatarabuelo son seis pequeños paisajes de geografías que apenas conozco y casi no podría ubicar en algún mapa. Incluso supe que eran de él cuando ya había abandonado la adolescencia. Mirarlos y preguntar por ellos fue volver sobre la historia heredada y sobre los recuerdos de mi propia familia. Es aquí donde el mecanismo del asombro, aquel sacar y regresar a las sombras, es idéntico al de la memoria. Aquella que une las historias familiares y aquella gracias a la cual hoy festejamos la valentía de jóvenes como los padres de Landet.
Quizás sea este, ahora sí, el momento de colgar aquellos cuadros de mi tatarabuelo y devolverlos al lugar para el que fueron pensados, a la altura de un par de ojos adultos. Quitarlos de las sombras para volver a ensombrecerlos con nuevas preguntas y nuevas respuestas. Porque podrán regresar a la pared sólo después de haber comprendido, como lo ha hecho Landet, que estos cuadros valen no tanto por su majestuosidad técnica, por sus propuestas estéticas o por su “carácter decorativo” sino por ser, sencilla y dramáticamente, la reafirmación de la memoria y, de tal modo, un acto político actualizado y profundamente tajante. Porque la reflexión sobre la memoria y el acto de crear (las pinturas de paisajes o las obras de Landet) no son objetivos separados sino el mismo: no se puede hacer una obra de arte sin estar haciendo explícito un ejercicio de memoria. Una vez que comprendamos esa interrelación el arte, en cualquiera de sus formas, será político aunque no lo pretenda. Y en aquel momento, elegir un cuadro y colgarlo en la pared también lo será.
Document Art Gallery. Martin Ignacio de Loyola 32 (CABA, Argentina)
Desde el 13 de marzo de 2013 al 30 de abril de 2013
Horario: Lunes a viernes de 10 a 16hs (Horarios especiales y fines de semana con cita previa)

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