¿Cómo no asombrarnos entonces, ante las modestas, simples mecánicas creativas de la foto en sus comienzos, de que haya podido llegar a producir sin embargo consecuencias tan maravillosas? La cámara es una herramienta, el ojo ve, la mente controla y el dedo aprieta el disparador pero, ¿quién es en definitiva el verdadero creador de la foto lograda? ¿Es la foto la que agrega algún valor a lo que se reproduce en ella, o es simplemente que ese valor ya existía y la foto sencillamente lo refleja?
Si se tratara de un óleo, de una canción o de un poema, la cuestión (siempre compleja) se nos presentaría en apariencia -sólo en apariencia- como mucho más simple. Y es que en cada uno de esos casos la supuesta realidad no es reflejada simplemente tal cual, sino que resulta elaborada, transformada por lo menos en el sentido de que debe ser traducida a otros lenguajes, a otros instrumentos antes de intentar ser transmitida.
La foto, en cambio, siempre estará fuera de su condición documental. Muchos, en la foto, no querrán ver nunca más que aquella irrisoria condición de espejo que, transportado a lo largo de un camino, alguna vez el por otro lado notable Stendhal imaginó que podía ser su definición de la novela. Si tal hubiera sido, la foto y aun el cine hubieran cumplido cabalmente esas funciones, y sabemos que no fue así. Hay algo específico en el lenguaje de la novela que hace que no pueda ser transmitido simplemente por el reflejo digamos fotográfico de la realidad. Y hay, a su vez, algo específico en el lenguaje de la fotografía que la hace diferente del lenguaje del cine, de la televisión y aun del video, por más que mantengan elementos en común.