Inauguró la exposición de Luis Wells con obras del período Informalista realizadas a fines de los cincuenta y principios de los sesenta; los años del vértigo, de la rapidez y de la intensidad del arte en nuestro país y en el mundo.
UNA INTENSA ENTREVISTA A LUIS WELLS POR RODRIGO ALONSO, CURADOR DE LA MUESTRA EN GALERIA MAMAN.
Un breve repaso del período informalista de fines de los cincuenta y principios de los sesenta -los años del vértigo, de la rapidez, de la intensidad- en palabras del artista.
Rodrigo Alonso: En 1958 obtuviste el título de profesor de dibujo, ilustración y grabado en la Escuela Nacional de Bellas Artes ¿cómo era la educación artística en esa época?
Luis Wells: La escuela era pésima, y los planes de estudio, obsoletos. El hecho de que me recibiera de grabador no tuvo que ver con que sintiera esa vocación, sino que lo hice por consejo de Julio Le Parc. En esa área había profesores de mente abierta, como Américo Balán y Fernando López Anaya. Ellos nos permitían hacer lo que queríamos. Allí comenzamos a producir monocopias.
RA: En el ámbito del grabado, la monocopia es una producción más bien experimental. Los grabadores clásicos no la consideran parte del grabado, ya que no es reproducible…
LW: La monocopia es absolutamente experimental. En esa época apenas existía. Había un antecedente significativo, Breve historia de Emma (1936-37), de Lino Eneas Spilimbergo, conformado por monocopias realizadas con óleo sobre chapa. Nosotros hacíamos monocopias sobre una plancha de metal y las imprimíamos en la prensa de grabado, lo cual nos permitía mantener el registro (es decir, la coincidencia de la aplicación de las tintas). Luego experimentamos con el registro. La prensa nos permitió también incluir elementos no tradicionales, como distintos tipos de papeles, hojas de plantas, flores. Trabajábamos incansablemente. No producíamos más porque no nos alcanzaba el dinero, los papeles eran muy caros. Por este motivo comenzamos a utilizar los papeles con los cuales se envolvían los productos del almacén; los planchábamos y los usábamos para hacer monocopias.
RA: Entonces las monocopias fueron producidas básicamente en la escuela. Al recibirte, ¿seguiste haciéndolas?
LW: No, porque ya no disponíamos de la prensa. Si bien era vieja, la prensa de la escuela era especial, muy ancha, permitía hacer trabajos grandes.
RA: Casi de inmediato te abocaste al informalismo ¿Cómo surgió tu interés en este movimiento y como conociste a las personas con las cuales compartiste este interés?
LW: Fue un efecto de la época: fines de los cincuenta y principios de los sesenta, los años del vértigo, de la rapidez, de la intensidad. En esos días surgían tendencias que duraban seis meses, revolucionaban todo y luego desaparecían. Con el informalismo sucedió eso.
Polesello y yo éramos amigos de Víctor Chab, que en esos momentos era una suerte de niño mimado del mundo del arte. Un día nos encontramos con él y nos dijo que tenía una fecha para realizar una exposición en la galería Galatea, pero que no la iba a usar. Nos preguntó si teníamos interés de aprovecharla y le dijimos que sí. Esa fue nuestra primera exposición, una muestra de monocopias. Allí comenzó todo.
Un día Alberto Greco pasó por la galería. Le gustó la muestra y les dijo a los dueños que iba a volver al día siguiente y que quería conocernos. Así empezó nuestra amistad. Nos llevó al Chamberí, que era el bar en el que se reunían los artistas (el Moderno todavía no existía) y nos presentó a mucha gente. Un día llegó Kenneth Kemble con Silvia Torras y se pusieron a hablar con nosotros; de la coincidencia de nuestras ideas surgió el proyecto de crear un grupo. Luego se incorporaron Mario Pucciarelli, Fernando Maza y Olga López (que en esa época era mi novia). Iban a estar también Florencio Méndez Casariego y Estela Newbery pero después decidieron no participar.
Sin embargo, hubo una traición: porque cuando ya teníamos programada la primera exposición del grupo, la dueña de la galería Pizarro invitó a Méndez Casariego, Greco, Pucciarelli y Newbery a realizar una muestra y ellos aceptaron. E inauguraron una semana antes. Esto produjo una gran pelea, pero poco después ya éramos todos amigos de nuevo.
RA: ¿De dónde obtenían información sobre el informalismo?
LW: No teníamos ninguna información. En la escuela no nos hablaban de eso. Tampoco había revistas especializadas. Kenneth recibía la revista norteamericana Art News y tenía cierto conocimiento, pero muy poco, porque al ser una revista norteamericana no se refería mucho a los movimientos europeos. Y el informalismo era eminentemente europeo, español y francés. Los Casariego eran diplomáticos y viajaban seguido, así que conocían lo que pasaba; ellos sí sabían. Greco había vivido en España, donde trabajó con Antonio Saura; luego pasó por Brasil, donde estuvo en contacto con Manabú Mabe. Él era quien sabía más sobre el informalismo y, de hecho, creo que era el mejor de todos. Pucciarelli se incorporó más tarde, pero lo pescó en el aire y al rato estaba haciendo informalismo.
RA: Hicieron dos muestras muy rápidamente…
LW: Sí, hicimos dos exposiciones: una en la galería Van Riel (1959) y otra en el Museo de Arte Moderno, que no existía, así que se hizo en el Museo Sívori (1959). Y fue fantástico, porque fue todo el mundo. En esos momentos Jorge Romero Brest no estaba muy presente; Rafael Squirru era mucho más activo, tenía una fuerza increíble. Él impulsó mucho nuestro trabajo. Pero no teníamos un buen acompañamiento teórico, todo era bastante espontáneo.
RA: ¿Cómo fue el proceso de preparación de la exposición Arte destructivo (Galería Lirolay, 1961)?
LW: Una vez que se estableció en grupo, nos reuníamos casi todos los días en el bar, y algunos fines de semana, en el taller de Kenneth Kemble en Martínez. Allí inventábamos
exposiciones. Algunas de ellas se llevaron a cabo, como Gato/63 (Galería Lirolay, 1963) o Pintura espejismo (Galería Witcomb, 1963); otras nunca se realizaron. Entre las que se concretaron estuvo Arte destructivo. En su diseño participó mucha gente que luego no integró la muestra final, como Luis Felipe Noé, quien fue el que aportó los famosos tres ataúdes de la exposición. Kenneth, que era crítico de arte y escribía para el Herald, redactó las bases de lo que sería la exposición.
RA: Allí ya habían encontrado su fundamento teórico, con los textos de Kemble, José Tubio y Aldo Pellegrini… ¿Y cómo fue apareciendo tu trabajo personal? ¿Lo fuiste desarrollando de manera paralela? Porque en 1961 y 1962, tú obra ya comenzó a ser reconocida en certámenes como Ver y Estimar…
LW: Sí, mi trabajo personal se fue desarrollando de manera paralela. Comencé con la materia, de la materia surgió el volumen, del volumen surgió el espacio y la participación. También el volumen me llevó hacia la geometría. Porque utilizaba elementos que tenían formas geométricas, como los tubos de cartón, que eran cilindros.
RA: Hay una precariedad de estos materiales que se mantuvo…
LW: Totalmente. El informalismo nos impulsó a mirar alrededor, a buscar materiales en nuestro entorno inmediato. Parecíamos zombis; caminábamos por la calle viendo cosas útiles por todos lados, en las paredes, en los techos. Constantemente estábamos hurgando en la basura.
RA: ¿Tenías taller? ¿Dónde trabajabas?
LW: Al principio lo hacía en mi casa. Vivía con mis padres. La casa no era muy grande, aunque tenía un patio cubierto en el que podía trabajar, muy incómodo. Pero era joven y no me importaba. Luego compartí un taller con Enrique Barilari en un espacio conocido como “la casa de los fantasmas”, en la calle Arcos. Allí Greco hizo sus famosos cuadros que orinábamos. Enrique y yo teníamos el taller en una especie de buhardilla, al que había que subir por una escalera de madera que no tenía pasamanos…
RA: ¡Qué difícil para bajar las obras! Porque me imagino que éstas iban creciendo con el tiempo, en función de los premios, que cada vez exigían piezas más osadas e importantes. Además, tu obra tenía cada vez más volumen y era frágil…
LW: Es verdad. Pero me arreglaba de alguna manera. Luego estuve en un taller con Rogelio Polesello en Acasusso, un garaje muy grande. Más tarde, ocupamos una casa en la calle Federico Lacroze, que hizo historia porque duró como veinte años. Éramos Polesello, Julio Llinás, Martha Peluffo, Carlos Lesca y yo. Ahí es donde hice las obras de Ver y Estimar y del Premio de escultura del Instituto Di Tella.
RA: ¿Y cuál fue tu relación con Jorge Romero Brest?
LW: Tuve una buena relación con él, pero yo era muy tímido y no llegué a desarrollarla mucho. Cuando Romero Brest me invitó al Premio Di Tella lo hizo porque conocía mis obras; cuando me vio no lo podía creer, porque yo era un nene, y él pensó que era mucho mayor.
RA: ¿Qué recuerdos tenés de tu paso por la galería Lirolay?
LW: En Lirolay estaban esa persona maravillosa que era Germaine Derbecq, y el matrimonio Fano, que eran seres increíbles, como duendes. Una cosa insólita. Porque tenían un amor por todo lo que hacíamos y no entendían nada, pero nos adoraban y promovían el arte joven. Germaine tenía un cerebro privilegiado, y era una persona que realmente sabía de lo que hablaba.
RA: Es interesante que tu primera muestra individual fuera allí, en ese lugar tan importante…
LW: En ese momento no era tan importante. Adquirió importancia después.
RA: Contame algo sobre la factura de tus obras.
LW: El proceso de trabajo lo fui descubriendo de a poco, incorporando elementos de la vida cotidiana y haciendo collages con ellos. Nadie me había enseñado a hacer ese tipo de trabajos. El collage que conocíamos era el de Braque y Picasso; los de tres dimensiones eran algo extravagante. Muchas cosas las descubrí por azar o por necesidad. Me hubiera gustado trabajar con metales, pero nunca tuve el dinero para comprar las herramientas para soldar. Sólo pude comprar una lámpara de butano que me permitía soldar estaño y no me sirvió. Pero disponía de un espacio donde podía encenderla y producía una llama interesante; así surgieron mis obras quemadas de esos años, de ese error. Más tarde, descubrí que las tintas de lustre producían una tonalidad parecida al óxido. Del metal pasé al cartón, o como diríamos hoy, al cartón pintado.
RA: ¿Cómo aparece el color?
LW: El color vino después, de la mano de Rómulo Macció. Rómulo estaba embarcado en la neofiguración, que era una suerte de desprendimiento del informalismo (Greco decía que la neofiguración era informalismo con ojitos). Trabajaba en el campo de la publicidad y tenía una concepción de los valores y los contrastes que venían de allí. En ese momento nos impresionó a todos. Yo comencé a incorporar el color siguiendo esa velocidad e intensidad de la época. El color fue a parar a los objetos y luego a los techos. El techo que hice para Osvaldo Giesso tiene un color cercano al de Macció.
RA: En ese color también se percibe una suerte de espíritu de época. Como en los techos, que están próximos a las ambientaciones que se multiplicaban por entonces.
LW: Yo quería hacer arquitectura. Y de hecho lo hice. Porque si bien no soy arquitecto, tuve la precaución (como diría Borges) de hacerme amigo de Giesso. Lo conocí cuando se acercó a mí, en una muestra informalista, a preguntarme si lo que hacía era para épater le bourgeois. No lo entendí, pero nos hicimos amigos. Trabajé con él en algunos proyectos, me encargó murales. Un día le dije que tenía ganas de hacer un techo retomando la idea de los techos renacentistas, pero con ojos actuales, y me dijo: “aquí tenés mi casa”.
RA: Luego vienen la participación y los juguetes, otros emergentes de la época.
LW: Eso aparece, efectivamente, del contexto. Porque nosotros exponíamos unas cosas destripadas, en la sala de una galería, y en la de al lado exponía otro artista que ubicaba una cadenita delante de sus obras para que la gente no se acercara. Nosotros reaccionábamos contra eso diciendo: “hay que terminar con esto e incorporar al espectador, que se sienta parte de la obra”. Y lo hicimos metiéndolo adentro de la obra o dándole elementos que no sólo pudiera tocar, sino que le permitieran organizar su propia escultura. Así surgieron los Toys.
RA: Para terminar ¿Por qué decidiste irte del país en 1966?
LW: El deseo de viajar estaba presente en todos los artistas de la época. Todos queríamos ir a Europa o a Estados Unidos, salir a ver el mundo. Uno de los jurados del Premio del Instituto Di Tella de 1965 que gané era Alan Bownes, el director de Tate Gallery. Como yo hablaba un poco de inglés, me propusieron que lo acompañe en su recorrido por Buenos Aires. Él me sugirió que me presentara a una beca del British Council, lo hice y la gané. Casi al mismo tiempo me llegó una invitación para ser profesor de escultura en la UCLA de Los Ángeles. Pero era muy joven y tímido, y no me atreví a ir. Le consulté qué hacer a Romero Brest, quien me dijo: “Londres es Londres”. Y allí fui. Más tarde llegué a los Estados Unidos, pero no a Los Ángeles. El puesto en UCLA lo había tomado Kitaj. Nada mal…
22 de julio de 2016