
En el año 2018, la fotógrafa argentina Valeria Bellusci realizó la muestra retrospectiva “Todas las manzanas cayeron”, con curaduría de Adriana Lestido. En esta selección de su obra, la autora indaga sobre los imaginarios de la niñez y la construcción/percepción de los recuerdos, a través de fotografías analógicas en blanco y negro que emanan encuentros espontáneos, trayectos oníricos y un constante devenir.

Las imágenes de Bellusci poseen ciertos tintes lúdicos y encarnan la imperfección de las vivencias y recuerdos, a través de desenfoques, sobreexposiciones y contrastes, que generan un aura de misterio y fantasía. El encuentro entre sujetos y objetos pareciera fortuito, sin develar artificios ni control asiduo de la artista sobre la escena. De esta manera, al desafiar la rigurosidad técnica, las obras permiten generar analogías y diálogos posibles entre los estados de sueño y vigilia y, también, entre el recuerdo como vivencia y como evocación.
La memoria fotográfica suele asociarse a la reconstrucción precisa de eventos: una imagen con claridad suprema y sin margen de error, casi como la aspiración técnica de los dispositivos fotográficos actuales. Sin embargo, esta concepción es inexacta, ya que la reconstrucción de eventos pasados en nuestra memoria se presenta como una imagen espectral, que se difumina con el tiempo, a pesar de que la evoquemos de manera asidua. Esta imagen despierta diferentes sentidos y nos conecta con partes de nosotros que, aunque incorpóreas, integran nuestra materialidad.

Bosques, disfraces, casitas perdidas… se resignifican como portales hacia mundos de fantasía cada vez más difíciles de atravesar.
Verónica Flores
cisa de eventos: una imagen con claridad suprema y sin margen de error, casi como la aspiración técnica de los dispositivos fotográficos actuales. Sin embargo, esta concepción es inexacta, ya que la reconstrucción de eventos pasados en nuestra memoria se presenta como una imagen espectral, que se difumina con el tiempo, a pesar de que la evoquemos de manera asidua. Esta imagen despierta diferentes sentidos y nos conecta con partes de nosotros que, aunque incorpóreas, integran nuestra materialidad.
En el cortometraje La Jetée (Chris Marker, 1962), el protagonista es obligado a revivir sus recuerdos una y otra vez para salvar a la humanidad de un futuro distópico. Cada inmersión en los recovecos de su mente, le permite ampliar la imagen-recuerdo, completarla con nuevos fragmentos y, en consecuencia, adquirir nueva información. A su vez, los recuerdos per se dialogan con las imágenes oníricas: se presentan como destellos, pesadillas, revelaciones e idealizaciones. El proceso, aunque doloroso, le permite alcanzar su reconstrucción histórica.
Del mismo modo, las fotografías de Bellusci se presentan a sí mismas como fragmentos de una vida. En el cortometraje un niño se encuentra con su versión adulta, mientras que en las fotografías, una madre recorre la infancia de sus hijos y, de esa forma, reconoce y asume su propia adultez. En ambos casos, se produce un quiebre: la infancia se presenta como un trayecto completo, como una materialidad incorporada, que solo puede ser rememorada a partir de la inmersión en las vivencias propias y ajenas.

En la fotografía analógica, la imagen latente esconde la respuesta a la idealización de ciertos momentos y el olvido de otros. Por eso, la reconstrucción en soportes físicos de esas imágenes mentales siempre desafía nuestra percepción: nos sorprende o nos decepciona. Al revelar, todo es incierto, pero esa incertidumbre también carga el encanto del acontecimiento a develar.


La aproximación al mundo se produce como una sucesión de momentos que aparecen y esconden, en el tesoro de lo cotidiano, la magia del tiempo. Así como todos envejecemos, todos tememos al olvido, todos fuimos niños y todos atesoramos recuerdos, todas las manzanas caen y sirven de alimento para otros. Los recuerdos, justamente, nacen de estallidos espontáneos y cargan cierta imprecisión temporal, como si fueran cuentos que se releen eternamente, con leves modificaciones narrativas. Bosques, disfraces, casitas perdidas… se resignifican como portales hacia mundos de fantasía cada vez más difíciles de atravesar.
Si bien solemos enfocarnos en ciertos elementos de las situaciones que vivimos y perder otros de vista, la fotografía nos permite vislumbrar una totalidad, que en gran parte quedaría desapercibida, y tener mayor acceso a esa temporalidad lejana. Por lo tanto, el acto fotográfico consiste en un complemento y soporte para la memoria. Es decir, como el testimonio visible o tangible de esas construcciones difusas.