Sobre esto habría de volver una y otra vez en infinidad de variantes, como lo hizo con la construcción de su arquetípico arácnido en metal, de 9 m. de altura. La artista ya era anciana cuando fue captada por Robert Mappleton, y quién si no?, en una foto donde ella nos mira con sonrisa pícara mientras aprieta bajo su brazo, el olímpico falo de una de sus esculturas. En la cuna de Borges, el menos sexy de nuestros escritores (excepción de “Emma Zunz”, cuento no casualmente aportado por la hija de José Ingenieros) y en una de las capitales donde prendió el bichito del psicoanálisis en todas su variantes, es sugerente reunir esta variedad de obras en busca de “El retorno de lo reprimido”. Su creadora, anclada en la condición femenina, -alegórica, refinada, onírica, revulsiva-, expresa con reiteración admirable una pormenorizada síntesis de intentos y logros con papeles, muñecos tejidos, sobrebordados, esculturas de bulto con reproducciones de órganos no solo sexuales en diversos materiales y tamaños. Nada parece improvisado, (arbitrario) y todo ofrece una esmerada confección. Entre las muchas realizaciones producidas sobre la “histeria”, sobresale un bronce suspendido y móvil de un joven arqueado en tamaño natural, con la manos estirándose hacia los pies, decapitado y patinado (en oro?) para el cual, según la solicitud del personal que mucho contribuye con la exhibición, habría servido de modelo el mismo ayudante que incluso se trasladó, para contribuir a esta exposición. Ricas son las resonancias de una serie de esculturas menores ubicadas sobre una tarima que posibilita, además, comprobar cierto desarrollo. Quizá menos interesantes, algunos embolsados, papeles con simples espirales, abstracciones e instalaciones amuebladas algunas de ellas con verídicas mamparas, puertas, alambrados, espejos e innumerables adminículos de procedencia familiar como fragmentos de prehistóricos textiles o sábanas que la artista atesoraba de su bisabuela. Mientras objetos de color carmín detonan la oscuridad de un ambiente que se ofrece para auscultar sesgado, y que algunos pretenden asimilar a cierta herencia del Barroco. La hostil araña gigante con su panza colmada de huevas de mármol que entre sus delgadísimas extremidades abre la muestra, y de la cual existen ejemplares reproducidos en diferentes museos extranjeros, con su nombre materno (otras instalaciones-ambientaciones remiten al padre), tanto como unas postreras acuarelas de furioso carmín con alusiones al embarazo, conforman un abanico de expectativas innovadoras tras las que se jugo la urdimbre de esta artista, la misma que afirmó que los materiales la ayudaban pero no la inspiraban, y que eso “venía de una necesidad interior”. Una mujer que se reconocía pronta a culparse pese a su ostensible seguidilla de terapeutas (se habría tratado con uno de ellos por más de 30 años, algo poco psicoanalítico) por la demora al dar a luz a uno de sus hijos, como por ser mantenida de su esposo norteamericano e historiador del arte. En la década del 50 compartió con dispares vanguardistas como Miró y Rauschenberg una firme entrega de energía radiante, de compromiso político que la llevó a visitar la URSS, y a su ayuda arribaron varios artistas europeos a Estados Unidos; aunque recién ayer recibió del presidente Sarkozy la legión de honor de Francia. Poco de lo que puede verse en estas obras, ni conocerse por el catálogo harían suponer que fue una artista feliz: “Había una vez una madre con un hijo. Lo amaba con absoluta devoción. Y lo protegía porque sabía lo triste y malvado que es este mundo. Su hijo era de naturaleza tranquila y bastante inteligente pero no le interesaba que lo amaran o lo protegieran porque había puesto su interés en otra persona. En consecuencia, a muy temprana edad dio un portazo y nunca regresó. Tiempo después ella murió y él nunca lo supo”; o este otro texto: “Una vez un hombre estaba enojado con su esposa, la cortó en pedacitos, y la hizo con guiso a la cacerola. Después llamó por teléfono a sus amigos y los invitó a una fiesta de guiso y tragos. Entonces vinieron todos y la pasaron genial”. Pero sí que lo ha sobrellevado con humor. (“Díganle a mis amigos que tuve una vida feliz”, últimas palabras de Wittgenstein) Y también que persistió con una vida fecunda y vulnerable, hasta el final. Una ojeada por la mesa de consulta permite disfrutar logrados volúmenes que le dedicó el Reina Sofía, en 99; y Skira en 07; hasta sorprenderse porque sus obras llegaron en 2004, al Centro de Arte Contemporáneo “Wifredo Lam”, de La Habana, por donde pasaron desde Picasso a Moore; y supo ser esta institución donde se la destacó como una excepcional “corredora de fondo”, por su soledad y su esfuerzo de larga duración. En esta ocasión porteña, quizá la exhibición aspire a una teatralidad tenebrosa, a propuesta del avezado curador Phillip Larrat-Smith. Tendencias. Y en cuanto a nuestro país, Carlota Petrolini y Nicola Constantino potencian atribuciones locales significativas de una similar deriva de este no agotado surrealismo de género.
En la Fundación Proa. Vuelta de Rocha, La Boca.