Por Eduardo Stupia
Sebastián Gordín incluye insólitamente en la antesala de esta nueva exhibición un Teremin. Ese increíble instrumento, con su sinuoso ulular espectral, es el mejor prólogo posible para predisponer al espectador a abandonarse de entrada, a dejarse conducir por el devenir del tren fantasma urdido y conducido por un Gordín quizás más concentrado, afiatado y deslumbrante que nunca en la metódica alucinación de sus fábulas. Han pasado cinco años desde su última muestra individual y, en su casa – taller del barrio de Villa Crespo, Gordín sigue dedicándose silenciosamente a ser, al mismo tiempo, exótico cultor del modelado y la marquetería, escultor, tallador, miniaturista, maquetista, colorista, dibujante, sin que esto signifique ninguna espectacularidad multidisciplinaria sino la fidelidad a un tránsito riguroso, persistente, por el territorio donde investiga, con reservado fanatismo y sigiloso refinamiento, las diversas maneras y métodos del oficio manual, de cuya práctica virtuosa destila la esquiva belleza de su siempre sorprendente obra. Desde aquellas miniaturas inaugurales de comienzos de los ’90, Gordín ha revelado una poderosa lucidez estratégica, y una gran sabiduría e intuición, para sacar el máximo provecho de las cualidades físicas y de las sobresignificaciones culturales de las materias primas que utiliza, como verdadera usina de soluciones no sólo constructivas sino semánticas, así como de color, tonalidad y textura.
Con sus Gordinoscopios, esas diminutas instalaciones que acomodaba dentro de una caja, para que las escudriñáramos solamente a través de una mirilla, Gordín quizás se proponía ironizar sobre el momento en que la irrupción de las máquinas y los aparatos ópticos complejos empezaban a interponerse entre el ojo y el mundo. A la vez, nos inducía a percibir esos minúsculos recintos, escrupulosamente plasmados en términos de invención escénica, arquitectura, mobiliario, espacio y diseño ambiental, como si fueran, además de eventuales miniaturas de museo o de feria -como las de esos otros excéntricos de la óptica que escribían el Padrenuestro en la cabeza de un alfiler-, experimentos científicos, preparados de laboratorio que remedaban nuestro universo físico conocido, y que sólo podían ser vistos a través de una lente.
Ahora, Gordín hace que todo el ámbito de la galería sea uno de esos preparados, y propone, de manera sutilmente escenográfica, un despojado gabinete de estampas, a la manera de los llamados Cabinets of Wonders, los “cuartos de maravillas” o “gabinetes de curiosidades” de los siglos XVI y XVII donde se coleccionaban y exhibían las más raras curiosidades y hallazgos. Así, cada pieza es como un raro objeto precioso, y en vitrinas transparentes con luz de pecera se preservan ejemplares de olvidadas, anónimas bibliotecas bonzai, exhibidas en el exacto momento en que una misteriosa y brutal fuerza telúrica las descalabra y está a punto de derrumbarlas definitivamente, hundiéndolas en la grieta sísmica que se abre en el suelo. En estas situaciones de Gordín, perfectas metáforas poéticas, el movimiento materialmente congelado por el artista parece haber detenido la maquinaria del tiempo.
La atmósfera de incógnita temporalidad también impregna el fascinante entramado de los cortes, segmentos y amorosos calados ornamentales de las maderas, selectivamente diferenciadas por los dibujos de sus vetas y sus diversas virtudes físicas y cromáticas con las que Gordín, con escrupulosidad de orfebre, concibe sus magníficas marqueterías representacionales. En la exigente y exhaustiva tarea de incrustación manual propia de esa disciplina -que aquí se convierte en un recurso visual y conceptual de primer orden-, Gordín rescata un modo de hacer antiguo, lo cual parece equivaler a la recuperación de una ética del hacer artístico propia de otro tiempo. La presunta obsolescencia del procedimiento le aporta una cuota de monacal misticismo a la deliberadamente iletrada simplicidad de rasgos que define la disecada economía descriptiva de su dibujo, para que la sólida inscripción de Gordín en la contemporaneidad termine de confirmarse justamente en lo anacrónico, allí donde precisamente “lo contemporáneo es lo inactual”.(1)
La ecuación temporal también se nutre de una mezcla disonante de influencias, desde esquemas compositivos afines a la paisajística oriental – la expansión natural de una enorme veta oscura en un extenso recorte de madera se impone suavemente, como una nube hecha a pincel – o en escenas bélicas o de anómala intimidad, y que incluyen algún interior bizarro, perspectivas de campos de batalla, caravanas de refugiados, arboledas brueghelianas. Ahí sobreviven esos personajes de génesis incierta que Gordín convoca con soltura y convicción de demiurgo freak, como actores de reparto empujados a la intemperie de un drama que los supera, entre los cuales se reitera en varias instancias ese fantasma sin nombre, con ojos de heroinómano y cuerpo deshuesado, una forma de humana vaguedad y melancolía de pordiosero que puede incluso ser confundido con el propio autor, especialmente cuando lo vemos marchar en dirección exactamente opuesta al rumbo elegido por todos los demás.
(1) Giorgio Agamben – Qu´est-ce que le contemporain? – Rivages poche – Petit Biblioteque – 2008