PEPITA LA PISTOLERA
Cuando consulté para saber cuál de los ilustradores resultaba votado para dibujar la nueva carátula de mi novela “Gente grande”, vanguardista narración en segunda persona del singular que se acercó, sin nombrarlo, al criminal, pretendiente de escritor y político Barón Biza, fue Ana Tarsia la preferida. Había tenido más votos que Carlos Alonso, Enrique Aguirrezabala, Roberto Páez, Felipe Pino y Hugo Sbernini, también grandes amigos que antes me ayudaron con sus colaboraciones para mis poemas de “Derrota y despojo”.
En los último años, alejada del grabado que la tiene por eximia maestra, la querida Ana recupera en sus nuevas exposiciones la labor del pincel y el color, el collage y el ensamblado, opciones que su pulcritud habitual le rinde notables creaciones. Y cuando me invitó a su taller para que viera las primicias de esta serie que acaba por presentar en público, recordó: “Como alumna de la gran Aída Carballo adquirí una pasión por el oficio de los grabadores que me marcó. Incluso, habiendo pasado tanto tiempo recordé cómo a ella le gustaba llamarse a sí misma ilustradora, más que artista plástica. En nuestras charlas y sobremesas solía extenderse acerca de su pasión, cómo la veía, cómo sentía, porqué pensaba así de su exquisito quehacer. Algo de aquello volvió a mi mente cuando decidí abocarme a este personaje femenino de violencia, acusado sin ningún motivo, -quizá por única vez-, en su pesada trayectoria delictiva: ella, Pepita, la pistolera, ni su banda nada tuvieron que ver con el crimen del fotógrafo Cabezas”.
Sin duda, existió aquel sustrato como disparador de los cuadros expuestos para recrear, con una minuciosa densidad de visión y colores sobrios, la relación entre victima y victimario. Secuencia que el espectador habrá de seguir como para develar una intriga pautada por indicaciones de textos que acompañan las pinturas. Aunque pocos supieran de la protagonista de la muestra y su miserable biografía, la pintora se ha propuesto presentificarla con un antes y un después. Desde el momento en que aquella niña marplatense tuvo un padre cuyo deseo era criar un varón, por lo que no se resignó a ponerle faldas a la hija, evitar encanallar su infancia a los golpes, hasta convertirla en precoz boxeadora.
Según testimonios de la pequeña Pepita, solo se acercaba a un sitio venerable para robar ofrendas y hacerse del dinero, que escaseaba en su hogar. Como cada delincuente tiene alguna fascinación por los rituales, ella pidió ser enterrada al mejor estilo mafia: bañada por champán y con canciones. Así fue. Nunca se imaginó que, como Matisse imposibilitado de sostener pinceles con sus tijeras hizo espléndidos recortes de papeles, Tarsia a su modo y tiempo, le echaría a la postrera una piadosa mirada de su arte en renovación constante, a su desgarrada vida, de cárcel, patetismo y dolor. Fulgurante huella dactilar, -un invento nativo, como se suele decir y supongo cierto y universalizado aun en los tiempos de Internet-, a la que Pepita, la auténtica pistolera debió someterse una y tantas veces, acaba de ser recreada, vuelta con vida. Si no con melodía, con lirismo, empatía y emoción.
En Arcimboldo, Reconquista 763. Hasta el 11 de septiembre.
Alberto Mario Perrone, de la Asociación Argentina de Críticos de Arte.
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La fotografía no es algo verdadero. Es una ilusión de la realidad con la cual creamos nuestro propio mundo… Arnold...